Una nit amb la Claire, de Gaito Gazdánov (Karwán) Traducción de Maria García Barris | por Gema Monlleó

Gaito Gazdánov | Una nit amb la Claire

“Todo amor es un intento de retener el destino, es una ilusión ingenua de una breve inmortalidad”
El espectro de Aleksandr Wolf, Gaito Gazdánov 

El primer libro que leí de Gaito Gazdánov (San Petersburgo, 1903 – Múnich, 1971) fue L’espectre d’Alexandr Wolf (Karwan, 2021). El impacto (en belleza y en trama) fue tal que desde entonces he leído todos sus libros traducidos al catalán y castellano. Descatalogado desde hace años llega por fin una nueva traducción de Una nit amb la Claire, donde encuentro de nuevo los signos de identidad de un escritor que se exilió en Europa después de huir de su Rusia natal tras participar en la Guerra Civil Rusa. 

Buena parte de sus experiencias en la guerra quedan reflejadas en Una nit amb la Claire, donde Kolia Sosédov, el protagonista alter ego del autor, rememora pasajes de su infancia y juventud componiendo un fresco de la Rusia de principios del siglo XX a partir de la introspección y la lírica. 

La novela es la historia de un desmoronamiento histórico y social bañado por la melancolía desde la que Gazdánov siempre escribe. Kolia Sosédov está exiliado en París (donde viviría el autor) y allí se reencuentra con Claire (un idealizado amor de juventud), a la que visita bajo la atenta mirada de la doncella (no en vano está casada y su marido ausente). Claire está enferma, sin especificar de qué, y Kolia quiere velarla durante toda una noche (“els ulls emboirats de la Claire, que posseïen el do de múltiples transformacions”). A su lado, en esa noche larga, Sosédov se nos presenta como un hombre triste, decepcionado por los acontecimientos de su vida y del mundo, que nunca recibió ni supo demandar el cariño de su familia tras quedar huérfano de padre (al igual que el autor, y que sobre su madre afirma: “em semblava que dins seu s’amagava el perill de les explosions interiors”) y que siempre moldeó sus recuerdos con autoprotección (“cobria els meus records amb una teranyina transparent, cristal·lina, i destruïa la seva meravellosa immobilitat: i el record dels sentiments, no dels pensaments, era immensament més ric i fort”). Diletante en los estudios prefería cultivarse de manera autodidacta en la biblioteca familiar (“als tretze anys vaig estudiar el Tractat sobre la naturalesa humana de Hume i, voluntàriament, vaig estudiar la historia de la filosofia”) afianzando así su tendencia innata al peculiar aislamiento (“m’acostumava ràpidament a la gent nova i, un cop m’hi havia acostumat, deixava de notar la seva existència”) que le provocaba una cierta disociación vital (“les coses que sorgien davant meu es desintegraven silenciosament, jo tornava a començar, i només després d’experimentar una forta commoció i davallar fins al Fons de la consciència, trobava allà aquells fragments on havia viscut temps enrere”). 

El primer acontecimiento relevante en su vida adolescente fue conocer a Claire en el verano posterior al estallido de la revolución bolchevique. Kolia rememora aquel encuentro como el advenimiento de una epifanía, no sólo por sentir por vez primera el amor sino por conocer un modo de vida mucho más libre que el suyo. Ella, joven, estudiante de piano en el conservatorio, alegre y frívola “estava en aquella edat en què totes les capacitats d’una noia, tots els esforços de la seva coqueteria, cada moviment i cada pensament són l’essència de manifestacions inconscients de la necessitat d’un sentiment d’amor físic, sovint sense rostre, que transformava el desenllaç d’unes relacions mútues en una cosa que escapava a la nostra comprensió”. Sosédov, el solitario casi alexitímico (“m’agradava estimar algunes persones, sense acabar-hi d’intimar”), se entrega interiormente a una pasión no correspondida de la que jamás podrá escapar (“en la mesura que només em preparava per trobar-me amb ella i m’oblidava de la resta, les possibilitats de pensar assenyadament van quedar anul·lades, i em vaig anar semblant a un individu que, després d’haver perdut els diners, els busca arreu i, sobretot, allà on és segur que no poden estar”) ya que la presencia emocional de Claire será una constante por más tiempo que pase sin verla (“en qualsevol amor hi ha tristesa -vaig recordar-, la tristesa de la culminació i la proximitat de la mort de l’amor, si és feliç, i la tristesa de la impossibilitat i la pèrdua d’allò que mai ens va pertànyer, si l’amor resulta impossible”). 

La nieve, los traslados, la academia de cadetes, el instituto, las estancias en casas de familiares, los consejos del tío Vitali (“no et converteixis mai en un home de conviccions, no treguis conclusions, no jutgis i procura ser el més discret possible”), la añoranza del padre (“tornàvem a casa, però el meu pare es va quedar allà -en el cementeri-, immòbil; vaig morir amb ell”), la falta de lazos verdaderos de amistad o amor (“no recordo cap moment en què -estigués en la situació que estigués, em trobés entre la gent que em trobés- no tingués la certesa que en el futur ja no seguiria vivint allà ni d’aquella manera”) y un espíritu aventurero que enmascara una enfermiza veleidosidad impelerán a Kolia a su ingreso en el ejército blanco. Exento de épica y romanticismo (“vaig ingressar a l’exèrcit blanc perquè em trobava al seu territori, perquè era el correcte; i si en aquella època Kislovodsk hagués estat ocupat per l’exèrcit roig, sems dubte hi hauria ingressat”) y cargado de una patente infantilidad (“marxar a la guerra… sense conviccions, sense entusiasme, exclusivament pel desig sobtat que la guerra em fes veure i entendre aquelles coses noves que potser em farien ressorgir”), la guerra deviene para él en el último reducto de la infancia, de un mundo en desintegración, de una burguesía y unos intelectuales que pierden sus valores a velocidad de vértigo, un catálogo de frustraciones personales indisimulables, y el conocimiento de la máxima fealdad humana (la cobardía), todo ello durante una interminable estancia en un tren-trinchera-refugio (“un any sencer el tren blindat va recórrer els rails de Tàuride i Crimea, com una fera encalçada per una batuda i encerclada per caçadors”) con tintes del holandés errante. La fantasmagoría del tren (refugio de mesalinas viudas, cultas y hambrientas previa consumación carnal) se desbarata en un Sebastopol sitiado por el ejército rojo, donde ya no se escuchará más la melodía de la Marcha fúnebre en la mandolina del soldado Lapxin a dieciséis grados bajo cero, y desde donde consigue embarcar a Europa. 

Kolia Sosédov, Aleksandr Wolf, el joven estudiante ruso de El retorno del Buda (Acantilado, 2017) y sobre todo el culto taxista nocturno de Caminos nocturnos (Sajalín, 2010), todos ellos son y no son Gaito Gazdánov, todos ellos exhiben desconcierto existencial, lucha o rendición ante sus fantasmas interiores, fragilidad en sus convicciones, reflexiones sobre la culpa y el peso de un exilio que, a diferencia de Vladimir Nabokov o Ivan Brunin, los sitúa en un permanente y desubicado desgarro no exento de lírica (“i novament la flama taronja del sol subterrani il·luminava la vall, on em vaig enfonsar dins d’un núvol de sorra groguenca, a la riba d’un llac negre, en la meva tranquil·litat exànime…”). De vida trágica y paupérrima hasta que consigue dedicarse a la escritura levanto modestamente desde aquí la bandera de la reivindicación por Gaito Gazdánov recordando a los editores que puedan leer este texto que todavía quedan cinco novelas del autor por traducir. Ojalá más Gaito Gazdánov en los próximos años.


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